EL PRÍNCIPE Y LA ROSA
Por María Jaunarena
¿Qué se puede decir de una obra que causa fascinación desde su estreno, en públicos de todas las edades? ¿Por qué una obra puede actuar como un imán cada vez que se la programa, obligándonos a asistir fascinados ante su desenvolvimiento, para tratar una vez más de desentrañar su mensaje oculto? Un príncipe perdido y atacado por un monstruo, una princesa a la que hay que rescatar, una reina ambivalente y poderosa, un sabio que cultiva el sincretismo y un antihéroe con un sentido común indiscutible, son los ejes constitutivos de la obra, y todos los asimilamos rápidamente porque formaron parte de nuestro propio código cultural desde la infancia y porque se remontan a personajes que pertenecen a la mitología y configuran nuestra historia desde hace siglos.
Forman parte de algo así como un ADN cultural que nos constituye y nos define, lo sepamos o no. Por ejemplo, el príncipe Tamino se remonta a Horus, hijo de Isis, a quien cada amanecer persigue un dios que toma la forma de la serpiente Python. Juntos simbolizan la batalla diaria del sol contra la oscuridad. También se remonta a Orfeo, quien con su lira (flauta) encanta a las fieras y quien no puede mirar (hablar) a Eurídice (Pamina). La Reina de la Noche tiene mucha similitud con Hécate, la diosa de la venganza, a quien se la representa a veces con tres cabezas o rodeada de sus tres gracias (en la obra, las tres damas). Sarastro se asemeja al gran sabio Zaratustra o Zoroastro. Y Papageno se parece mucho a Hermes o Mercurio, el mensajero, al que
Homero describe como un pájaro y a quien en la iconografía se representa con una flauta de Pan.
Todo este conocimiento “tácito” nos acerca a la historia de una forma intuitiva e instantánea. No es un cuento de buenos y malos con final feliz. Es una historia que pincela de claroscuros el mundo por donde transitamos. Pamina, hija de la oscuridad, es la pieza clave para que Tamino se consagre al reino de la luz, porque es la oscuridad la que da valor a la luz. Perderse es la condición necesaria para que Tamino encuentre el camino de la sabiduría. Y la desesperación de Papageno ante su soledad es lo que le permite, desde las cenizas y cual Fénix, encontrar amor después. Estos y otros opuestos complementarios arman la arquitectura de la trama, a la manera de Heráclito o Hegel, donde el devenir y su aparente armonía son en realidad una lucha dinámica entre fuerzas en permanente contraposición.
Para los masones integrantes de la logia Rosicruciana (perseguida al momento en que la ópera fue concebida) la ópera significaba mucho más: escondía una alegoría alquímica. En aquella época la conquista del conocimiento científico no estaba del todo separada de la búsqueda espiritual, y en sus laboratorios los masones experimentaban con elementos a los que asemejaban con las transformaciones necesarias para la superación personal. Así, a una primera etapa de caos, frustración y confusión (en alquimia, la “Nigredo” o Disolución), en la que los elementos Azufre (Tamino) y Sal (Pamina) deben alearse, pero solo pueden hacerlo a través del Mercurio (Papageno), le sucede una nueva etapa de esclarecimiento o amanecer, ya que, como en la mitología griega, la creación sólo es posible desde el Caos. Nótese que tanto Pamina como Tamino y Papageno sufren un desmayo, una suerte de muerte simbólica para despertar a una realidad distinta (en alquimia “Albedo” o Purificación). Finalmente, una serie de sometimientos (pruebas) conducirá al Magnum Opus, que podríamos pensar como la superación (en alquimia, “Rubedo” o Coagulación).
Algunos sostienen que la función del director de escena debe ser ajustar la ópera a la época en la que se vive, de manera de actualizar su contenido para que los espectadores puedan apreciarla
mejor. Yo misma he realizado varias traslaciones temporales cuando lo he creído necesario. Pero, ¿puede la coyuntura actual ofrecer una mirada más enriquecida sobre el tema que trata
la obra? ¿Realmente nuestra sociedad progresa en todos los órdenes? ¿O tiene el pasado aún la oportunidad de alumbrarnos? En esa perspectiva está desarrollada esta puesta en escena, que es un intento de narrar el cuento en su estado puro, a fin de retomar la búsqueda de un conocimiento compartido donde el símbolo funcione como disparador de contenido múltiple. Como dice Georges Colleuil: “El símbolo nos remite a nosotros mismos y nos muestra el recorrido interior susceptible de sacarnos del extravío [como a Tamino] o de hacer que dejemos de dar vueltas. Cuando estoy perdido en un bosque las señales serán bienvenidas. Cuando me pierdo en mí mismo, el símbolo me propone un camino de evolución”. De hecho, gran parte de la potencia de esta ópera es la oportunidad del conocimiento simbólico con un universo de significados ocultos y latentes, como los que fueron mencionados anteriormente y muchos otros, incluso con la proliferación del número 3 (3 damas, 3 niños, 3 puertas, 3 acordes, 3 pruebas, emblema de Dios y del devenir para varias religiones, del triángulo masónico también).
Una segunda pregunta que desarrolla la ópera es si esa “conquista” (la de la piedra filosofal alquímica, la de la autosuperación) tolera un camino allanado. Dice el Evangelio (y lo retoma la logia Rosicruciana): “De la rosa a la cruz, de la cruz a la rosa”. La cruz representa el sufrimiento y la muerte, mientras que la rosa la resurrección. De alguna manera resume el camino de realización personal. Pamina le dice a Tamino: “El amor me guía. Él sembrará de rosas el camino, porque las rosas están donde hay espinas”. Podríamos decir entonces que no son las rosas las que tienen espinas, sino que son las espinas las que ofrecen las rosas. Para los griegos, para los masones, para Mozart, el camino de la autosuperación no es un camino simple, sino repleto de obstáculos y pruebas, donde el dolor y la soledad pueden ser extremos, pero son condición necesaria para el crecimiento. Eso pensaban los griegos. Eso pensaba Mozart. Eso es lo que nuestra época intenta olvidar. Pero, ¿el dolor lleva necesariamente a la autosuperación? ¿O podemos sucumbir al atravesarlo? No lo sabemos, ni la ópera lo responde. Sólo sabemos que Tamino y Pamina se aventuran a las “puertas del horror”, confiados en que gracias al poder de la música podrán transitar alegres “la oscura noche de la muerte”.
Y eso nos deja nuevamente en donde empezamos, como un espiral, como un proceso alquímico que nunca acabará: ¿por qué esta obra nos obliga siempre a asistir, fascinados ante su desenvolvimiento? Quizá porque, por sobre todas las cosas, el poder de La flauta mágica esté en la música. Intuitiva, auténtica y hasta familiar, habla un idioma universal que todos (niños incluidos) pueden asimilar inmediatamente. Esa inmediatez, esa cercanía, esa ausencia de intermediación y protocolo, todo eso es Mozart. Estamos quizás ante el más grande compositor de todos los tiempos, que tuvo la extraordinaria virtud de la honestidad. Con ella pudo compartir, a través de la música, su dolor y su felicidad de forma simultánea. Cada emoción nos llega como un disparo que estremece y siembra la esperanza de poder, también nosotros, transitar nuestras propias pruebas. “Dame asilo en tu reino compasivo –dice Francisco Luis Bernárdez en su “Soneto a Mozart”– príncipe de cristal y de azucena, pues vengo fatigado y tengo pena, porque soy de la tierra y estoy vivo”.