de Ambroise Thomas
Noviembre 2018
Dramaturgia, dirección escénica y vestuario: María Jaunarena
Dirección musical: Hernán Schvartzman
Escenografía e iluminación: Gonzalo Córdova
Premio 2018, Asociación de Críticos Musicales de la Argentina (Mejor Producción Escénica de Ópera)
En esta puesta en escena se apuntó a redimensionar la riqueza dramática de Shakespeare dentro la partitura maestra Thomas. Esto implicó la incorporación y supresión de escenas, e incluso la modificación del final de la ópera original de Thomas, a cuya debilidad dramática se atribuye el hecho de que se haya dejado de representar. Para ilustrar, en los videos abajo exhibidos, todo lo cantado pertenece a la obra original de Thomas, y todo lo hablado pertenece a la nueva adaptación dramatúrgica.
Leer más¿CUÁL ES EL VERDADERO HAMLET?
El libreto original de la ópera que presentamos hoy no está basado directamente en obra de Shakespeare, sino en una adaptación de Alejandro Dumas que, entre otras simplificaciones, cambia sustancialmente el final: Hamlet no muere sino que es coronado rey. El máximo exponente de la literatura de la venganza –autor de El conde de Montecristo, por ejemplo− dejó su impronta que tanto reconforta al espectador que presencia una injusticia, con un final que en rigor rescata la historia original en la que se basó el propio Shakespeare.
Tiempo después de haber sido estrenada en Francia, la ópera de Ambroise Thomas se programó en Covent Garden (Londres), pero el teatro rechazó el desenlace. Para el público inglés era inadmisible el cambio del final, de manera que Thomas debió escribir un final precipitado que eliminaba tres carillas de música y hacía efectivamente morir al protagonista. Así, la tragedia volvió a adquirir el signo original, pero musicalmente perdió mucho del talento de Thomas. Con dos finales disponibles, la ópera fue furor durante mucho tiempo. Tal es así que fue el segundo título representado en la inauguración del Teatro Colón, en 1908. Pero a partir de 1920 cayó en un desuso atribuido generalmente a los ballets que extendían su duración pero también al extraño final victorioso de la obra. La dramaturgia no es un elemento menor en la ópera, por más que la celebridad de un título se asocie a la maestría de su partitura. Porque la ópera es teatro, cantado pero teatro al fin.
¿Y por qué sería tan importante intentar recuperar la versión de Shakespeare en la ópera? Porque, como señala el crítico Harold Bloom, Hamlet tal vez sea el personaje más importante en nuestra cultura occidental después del propio Cristo. El príncipe de Dinamarca es un disparador de contenido, un manantial inagotable de pensamiento sobre el destino del hombre, sobre el poder, sobre la existencia de Dios y sus leyes, sobre el amor y también sobre la muerte. Hamlet fue una de las primeras obras que escribió Shakespeare (Ur-Hamlet, 1588-1589), mucho antes de su versión definitiva Hamlet, príncipe de Dinamarca, de 1600-1601. Para cuando el dramaturgo aborda la obra por primera vez, ya era conocida la historia de Amleth, un príncipe que haciéndose pasar por idiota logra destronar al tío que había asesinado a su padre. Amleth o Hamnet eran nombres populares en la época, sinónimos de sagacidad y astucia, y al dramaturgo debían también gustarle ya que en 1585 llamó a su hijo Hamnet. Poco registro hay de aquella primera pieza, pero Bloom se aventura a concluir que en su primera versión, la pieza teatral terminaba bien: Hamlet vivo y vengador de su padre.
Hamnet, el hijo de Shakespeare, muere a los 11 años de edad, y poco tiempo después también muere John, su padre. Shakespeare se encamina en la empresa de reescribir su Hamlet, con el que lucha y se ensaña, y en el que descarga toda su fuerza creativa, su pensamiento político, filosófico y religioso. Probablemente entonces cambia el final de la historia. La riqueza conceptual de Shakespeare –sobre todo comparada con la adaptación posterior del libreto– se evidencia en sus monólogos, que despedazan el significado de la existencia humana, y en una serie de matices que le otorgan contundencia al drama. Claudio, culpable, es probablemente mejor rey que el padre de Hamlet y mejor marido para su madre. La reina, Laertes, Polonio y Ofelia, aun sin ser culpables, van a morir, porque la espiral de violencia desencadenada por el primer crimen no podrá terminar hasta cobrarse la última víctima. Y también va a morir nuestro querido príncipe. Ese hombre de una lucidez insuperable, con más cualidades de estadista que cualquier otro que haya ocupado el trono, que siempre está un paso más adelante −incluso que nosotros como público 400 años después− no es dueño de su destino. Su capacidad de entender y concluir lo paraliza. Hamlet duda, pero en su contexto, cada duda es un acto de rebeldía. Piensa con una libertad sin límite y entonces necesariamente duda; porque la duda, en palabras de Borges, es otro nombre de la inteligencia. Pero el príncipe, inmerso en la lógica violenta del régimen feudal, no lo sabe y cree que su impulso moderno de no llevar a cabo la venganza es simplemente un acto de cobardía. Como señala Nietzsche, Hamlet perdió el velo de la ilusión, ha entendido la esencia de las cosas, y al entenderla su acción queda desbaratada porque se da cuenta de que no puede cambiar nada: “Let it be” sentencia antes de retarse a duelo con Laertes. Sin el velo de la ilusión, tampoco puede amar a Ofelia porque donde reina el crimen no hay lugar para el amor. Es el verdadero conocimiento lo que le impide actuar y le muestra también que está solo, como se quedan igualmente solos los monarcas que detentan transitoriamente el poder. En palabras de Jan Kott, “Shakespeare sabe que (…) el proclamado poder divino es un poder maldito y calzarse la corona es someterse a su maldición”.
Dice Carlos Gamerro, “el final de la obra es el triunfo del caos y de la injusticia; y el resto es silencio”. Cabe preguntarse qué sentido podría tener para Shakespeare un final victorioso. Era plenamente consciente de la futilidad de la acción humana contra la providencia divina, de la muerte en permanente tensión con el amor, del poder como un elemento necesario para el orden social, pero cuyo mecanismo dentado necesariamente se cobraría sus propias víctimas una y otra vez. ¿Por qué habría de sobrevivir un príncipe con cualidades de estadista cuando la historia ha demostrado devorar sistemáticamente a esos líderes?
Y en su libro Más allá del espacio vacío, Peter Brook se pregunta si un director debe respetar literalmente o no un texto, y concluye que la respuesta reside en la dialéctica entre respetar y faltar el respeto alternativamente, ya que en los extremos “se pierde la posibilidad de capturar la verdad”. Con base en los autores mencionados y otras investigaciones, traducciones e interpretaciones –incluidas las de Luis Gregorich, Carlos Gamerro, Tomás Segovia, Víctor Hugo, Jean-Michel Déprats, Yves Bonnefoy y Juan Carlos Gené, y a la inapreciable colaboración de Laura D’Anna− me he tomado la libertad con esta ópera de intentar esa captura incorporando citas de la obra de teatro original en textos hablados y proyecciones en todos los momentos en que lo creí necesario para recuperar la contundencia de la dramaturgia original; de no respetar el final original concebido en 1857 ni de utilizar el de Covent Garden sino de reescribir uno ex profeso, tomando el final musical original compuesto por Thomas pero adaptando la última escena de la obra de Shakespeare –ya que en el final de Covent Garden esta escena también había sido omitida y Hamlet moría en el entierro de Ofelia−. Y lo hice con ningún otro objetivo más que disfrutar la música de Thomas en su plenitud pero al mismo tiempo tirar un anzuelo para que la pieza original pueda volver a alumbrarnos con toda su profundidad. En definitiva, la obra es inmensa, hay tantos Hamlets como lectores, y una puesta en escena es necesariamente un punto de vista. De eso se trata la tarea del director. Como dijo Luis Gregorich a propósito de las traducciones, “la fidelidad supersticiosa a la letra esconde a veces un desconocimiento del sentido profundo de ese texto”. De la misma manera creo que en la ópera, la fidelidad supersticiosa a un libretista o a compositor, el no tocar un material por considerarlo sagrado, puede significar condenarlo. “Ustedes me veneran –sentencia Nietzsche en Zaratustra– cuiden que no los aplaste una estatua”. En cualquier caso, este es tan sólo un Hamlet posible y, al fin y al cabo, y volviendo a Bloom: “no hay un ‘verdadero Hamlet’ (…) el personaje como el escritor, es un charco de reflejos, un vasto espejo en el que tenemos que vernos a nosotros mismos”.