Adaptación de la ópera de Gioacchino Rossini
Julio – Agosto 2017
Adaptación y dramaturgia: María Jaunarena
Dirección escénica y vestuario: María Jaunarena
Dirección y adaptación musical: Hernán Sánchez Arteaga
Escenografía e iluminación: Gonzalo Córdova
“¿Cómo es posible –se pregunta Antonio Rodríguez Almodóvar – que un relato que tiene hasta miles de años detrás siga reclamando nuestra atención? ¿Qué significa un hecho cultural tan extenso y tan profundo como para que, todavía hoy, nos estemos replanteando su sentido?” Como señaló el psiquiatra infantil austríaco Bruno Bettelheim, los cuentos de hadas esconden un tesoro porque “enfrentan debidamente al niño con los conflictos humanos básicos [al] plantear, de modo breve y conciso, un problema existencial”. En ese sentido, el personaje de la Cenicienta condensa un nudo de miedos que se mueven vertiginosamente en la mente del niño sin respuestas adecuadas: el temor a la muerte de los padres, la burla – que puede alcanzar situaciones de sometimiento– de sus hermanos o pares –en palabras modernas, el bullying–, la conciencia de ser distinto pero no poder demostrarlo y finalmente, la ansiada conquista de la libertad de todo lo que lo oprime”.
La historia de Cenicienta la conocemos todos. La conocieron nuestros padres, los padres de nuestros padres, sus abuelos, sus tatarabuelos. Es una historia que se remonta al comienzo mismo de nuestros recuerdos como civilización, contada a los más chicos en millones de noches antes de ir a dormir, repitiéndose al unísono en distintos países. Hay una versión que se remonta a la Grecia antigua en la que una griega vendida como esclava termina casada con el emperador de Egipto quien, para encontrarla antes, manda a buscar a la dama a la que le entre una sandalia dorada. Pies de loto es la versión china (618-907 d.C.). Y también hay una versión vietnamita y una india. Todas estas versiones ya existían cuando Charles Perrault decidió escribir el cuento en 1697, que luego retomaron los hermanos Grimm (1812), y que catapultó Disney con su película (1949) en un momento en que la empresa estaba atravesando una situación muy dura después de la guerra y de las pérdidas producidas por Fantasía y Pinocho. “Necesitamos una muchacha en problemas – decía Walt Disney – eso va a funcionar como funcionó Blancanieves”. La historia demostró que tenía razón. Con Cenicienta, Walt Disney salvó su empresa y asentó las raíces del gigante cinematográfico que todos hoy conocemos.
“¿Cómo es posible –se pregunta el académico español Antonio Rodríguez Almodóvar – que un relato que tiene hasta miles de años detrás siga reclamando nuestra atención? ¿Qué significa un hecho cultural tan extenso y tan profundo como para que, todavía hoy, nos estemos replanteando su sentido?” Tal vez los cuentos de hadas escondan un tesoro. Como señaló el psiquiatra infantil austríaco Bruno Bettelheim: “el niño necesita que se le dé la oportunidad de comprenderse a sí mismo y al mundo que lo rodea, precisamente porque su vida, a menudo, lo desconcierta”. Mucha literatura infantil actual evita o dosifica el conflicto eludiendo situaciones de sufrimiento o dolor, lo que muchas veces termina sin proporcionar ningún sentido al pequeño lector. Alivianar el material de lectura de un niño implica también menospreciar la seriedad de sus propios conflictos. El hecho de que nosotros como adultos hayamos “superado” la etapa de la infancia, en nada menosprecia su dificultad. Simplemente ya hemos transitado ese camino. Y eso es lo que hacen los cuentos de hadas. El niño más que nadie necesita que le den sugerencias en forma simbólica para poder él también emprender su propio camino. “Las historias seguras –continúa Bettelheim– no mencionan ni la muerte ni el envejecimiento, límites de nuestra existencia, ni el deseo de la vida eterna. Mientras los cuentos de hadas enfrentan debidamente al niño con los conflictos humanos básicos [porque] suelen plantear, de modo breve y conciso, un problema existencial”. Además, su poder de comunicación de valores morales es contundente: en los cuentos de hadas el “malo” tiene el poder transitoriamente, a la larga siempre pierde, y el crimen no resuelve nada. Y esto tiene una persuasión infinitamente más efectiva que cualquier enunciado moral abstracto. En ese sentido, el personaje de la Cenicienta condensa un nudo de miedos que se mueven vertiginosamente en la mente del niño sin respuestas adecuadas: el temor a la muerte de los padres, la burla – que puede alcanzar situaciones de sometimiento– de sus hermanos o pares –en palabras modernas, el bullying–, la conciencia de ser distinto pero no poder demostrarlo y finalmente, la ansiada conquista de la libertad de todo lo que lo oprime.
Por otro lado, ¿qué rol juegan en esta historia la ceniza y la suciedad? La investigadora y escritora argentina Ana Guillot en su atrapante libro Buscando el final feliz sugiere la idea de que “el tesoro no siempre está a la vista” y que el fuego tiene simbólicamente un sentido purificador. Como en la historia del ave fénix, el paso por el sufrimiento del fuego habilita la resurrección, para luego poder sentir que, como por arte de magia, un hada nos permite dejar de estar sucios de polvo y cenizas para poder llegar a donde siempre quisimos o debimos estar. En algún punto, ése es el viaje que nos propone el cuento –y también nuestro propio devenir–. Y para emprenderlo necesitamos un hada madrina. En cada versión de la Cenicienta el hada, este catalizador que le permite a la muchacha pobre y desaliñada llegar al príncipe, tiene un aspecto distinto. En Grecia ha sido un águila, en las versiones orientales un pez parlante, un hada madrina en Perrault, un árbol sobre el que se posan palomas en los hermanos Grimm, un mago mendigo en esta versión de la ópera. En cualquier caso, el hada (pez, águila, árbol, paloma, mago) desata en la niña una fuerza interior incontenible que le permite escapar y transgredir un orden opresivo.
¿Cuál es el aporte que realiza Rossini a esta historia? Irreverente, provocador, bon vivant, bufo y sutil al mismo tiempo, Rossini fue un artista que supo manejar a la perfección una de las armas más corrosivas de todos los tiempos: el humor. Y al igual que la risa, sus melodías son tremendamente contagiosas. Rossini disfrutó de su vida. Fue querido y esperado por miles de fanáticos en cada ciudad a la que asistía, con una popularidad semejante a la que tendría hoy una estrella de rock. Increíblemente, a los 38 años se retiró y se dedicó a ofrecer grandes banquetes en su casa para que sus amigos disfrutaran de las recetas de cocina que inventaba. Como un hada con su varita, todo lo que tocó lo hizo deseado, ingenioso, luminoso y brillante. Pero no sencillo: los cantantes que interpretan sus partituras tienen que hacer malabares y ser capaces de lograr sus famosas “coloraturas”. Así se llaman esas cataratas de notas que hay que dar en una misma sílaba de texto. Rossini las añade todas las veces que puede y su Cenicienta las tiene en todos los rincones de la partitura. Y, ¿a qué suena una coloratura sino a una gran carcajada? Una gran carcajada tan fuerte y detonante como la que suena cuando los niños logran reírse de sí mismos, de sus propios miedos, cuando logran parodiar finalmente aquello que los asustaba y amenazaba. A la manera de Umberto Eco en El nombre de la rosa, el humor quizá sea una de las pestes más temidas por las estructuras opresivas y asfixiantes. Sencillamente porque como un hongo endemoniado que puede pudrir las raíces más sólidas, tiene un poder catártico que debilita hasta los cimientos de los más fuertes. Esa es para mí el hada madrina que asiste a los niños y por suerte también a los adultos. Una magia demoledora que nos sacude el polvo y las cenizas de la misma manera que lo hace Rossini: cada vez que suena su música, nos toca con su varita, y comenzamos a reír.
María Jaunarena
(Autora de la adaptación infantil y del libro en español)
Mayo 2017.